En 1598 los guasaves se alzaron incitados por sus caciques y como siempre para atacar a los indios aliados y a los españoles, arrasando sementeras. A la sazón era don Diego de Quirós el capitán de la villa de San Felipe y Santiago, y un año después le sucedió (tras unos meses como transitorio Alonso Díaz) el famoso Capitán Diego Martínez de Hurdaide desde 1600 hasta 1626 año en el que murió como Justicia Mayor.
Don Diego constituye por él solo un capítulo muy especial en la conquista del noroeste y en el sometimiento de los yaquis y mayos. Se ganó justo nombre y fama con su espada a la que no dio descanso, sumando territorio a la conquista, reprimiendo la sublevación de los indígenas hasta dominarlos. Fue el pacificador de la provincia de Sinaloa; con sus solas y enérgicas dotes puso en orden a los aborígenes de la región, incorporándolos a la vida civilizada, sin ahorrar esfuerzo y contribuyendo con dinero de su propio bolsillo. Astuto y valeroso, con amplísimos recursos en las artes de la guerra, también fue don Diego hábil
y generoso, pero entre todas estas virtudes sobresalía la humildad. Amigo muy fiel de los jesuitas se constituyó en el más celoso de sus guardianes y tanta llegó a ser su influencia que un recado escrito suyo servía de salvoconducto para atravesar impunemente por entre las tribus enemigas. Los indios ponían el papel, el recado o documento en lo alto de un carrizo y bastaba con éste para que fueran respetados el viajero y sus acompañantes. Su hijo Juan Cristóbal Martínez de Hurdaide salvó la vida durante la rebelión de los indios tepehuanes en la provincia de la Nueva Vizcaya al ser reconocido por uno de los sublevados en pleno fragor de la batalla, quien lo cargó en hombros diciendo que lo iba a echar al río que pasaba cercano y lo escondió hasta llegada la noche durante la cual escapó totalmente desnudo y así llegó a Durango a dar la noticia…
En más de treinta años que anduvo en refriegas con los enemigos, y en más de veinte batallas campales y muy peligrosas que tuvo con ellos, nunca se gloriaron los enemigos de haber bailado con cabezas de españoles en tiempos del Capitán Hurdaide.
Todo ese valor iba iluminado y enaltecido por el noble fin que lo animaba, o sea el de defender a los misioneros y el de poner sosiego en la tierra para la fácil predicación del Evangelio…
Plugo al Señor que don Diego Martínez de Hurdaide fuese quien cayera como azote del cielo sobre estas tribus salvajes y con su brazo cobrar las muertes de tanta gente inocente de la región; logrando entrar hasta el centro de sus poblados que lo era Mochicahui, y allí tomó prisionero al cacique Taxícora a quien asió por los cabellos y lo levantó en vilo con sus propias manos. En forma semejante resolvió la actitud belicosa de los tehuecos que habían invadido las tierras de los ahomes, dándoles batalla en los llanos de Matahoa; en este encuentro los indios huyeron sin poderse llevar sus mujeres y los niños, lo que utilizó el capitán, para transar contra los alzados proponiendo su devolución a la entrega de los cabecillas. Los vencidos aceptaron y don Diego hizo dar de azotes a algunos de los promotores de la rebelión y a otros les mandó cortar los cabellos. Con esto vemos en dos ocasiones seguidas cómo la cabellera constituía ornamento y propiedad muy especial de los aborígenes del noroeste, cosa muy diferente en los de Sudamérica pues «si tan solo los españoles hubieran traído a las tierras del Inca las tijeras, con ellos hubieran sido bienvenidos y sumamente respetados» dice Garcilaso de la Vega en sus comentarios, ya que efectivamente los chibchas y quechuas gustaban de usar los cabellos cortados casi al rape y las tijeras fueron una maravillosa innovación para mejorar su aspecto. Recordemos también cómo en el periodo álgido de las guerras contra los apaches y comanches en el norte de Sonora, el gobierno ofrecía un premio en especial y efectivo por cada cabellera de indígena entregada.
De cualquier manera el castigo fue considerado como benigno por los indios, y esto aumentó su respeto por el capitán, manifestando su sumisión y el deseo de recibir en el seno de sus aldeas a los religiosos, para ser catequizados.
Fue entonces que el Zuaque vio cómo llegaron nuevos padres, entre ellos Cristóbal Villalta, Pedro Méndez y Andrés Pérez de Ribas, los tres pertenecientes a la Compañía de Jesús. Los tres distribuidos desde la parte alta del río en forma sucesiva, tocándole al primero los sinaloas, al segundo los tehuecos y al tercero los zuaques y los ahomes.